Me subí por primera vez a un caballo con dos años, pero me han gustado los caballos desde que nací: todos mis juguetes eran de caballos. A los 5 empecé a hacer clases en Argentina y monté de manera intermitente; allí el Salto no es muy conocido como deporte. Si explicas que montas, te preguntan si juegas a polo. «No, salto!». Este es el tercer año que estoy en Can Caldés
Montar a caballo me libera. El último año de Bachillerato me estresé mucho y venir a la hípica me permitía aislarme del mundo haciendo lo que más me gustaba. Si alguna vez lo estoy pasando mal, en la hípica sé que me encuentro con los monitores -como Olga o Elisa- y les puedo contar como me siento. Su opinión me ayuda.
A veces, he estado a punto de perder un vuelto y sólo pienso: «No llego a hípica, ¿qué voy a hacer?». Cuando vuelvo de vacaciones necesito ir a la hípica para sacarme todo y liberarme.
Es un deporte que no sólo te aporta físicamente sino también mentalmente.
En Can Caldés hay una yegua que me ha robado el corazón y con la que tengo una conexión especial, Samba. Me lo ha hecho pasar mal, pero la amo. No todo el mundo la entiende. Es una yegua complicada y hay que conocerla; tiene sus trucos. Recuerdo un concurso en que no la podía frenar, pero insistí en el siguiente y me fue bien. Me aportó una gran satisfacción.
El ambiente de la hípica y el vínculo con los profesores y los caballos me encanta. En Argentina, llegabas a la hípica y tenías el caballo preparado, lo montabas y lo despreparaban ellos. Aquí, prepararlos, bañarlos… forma parte del deporte y el vínculo.
Siempre hablo con mis hermanas de caballos; mi mamá está cansada. Creo que la afición me la transmitió mi papá. Cuando vamos a Argentina en invierno (allá verano) toda la familia cabalgamos por el bosque y la playa y hacemos carreras.
